domingo, 17 de abril de 2016

 Bienvenido, señor Couso

      La inspiración es caprichosa y tornadiza. Nos sentimos títeres de su mano próvida y dominante y, en ocasiones, nos ilumina de la forma más inesperada.  A vuestro compañero Couso pareció sorprenderle deambulando por la "Exposición Cartas de Amor" que disfrutamos en el mes de marzo en nuestro centro. El cuadro de Óscar Villán le transmitió este inquietante relato.

  Relato basado en "Sen título" de Óscar Villán

    Sergio Couso Núñez
        ¿Por qué, si el amor es lo contrario
         a la guerra, es una guerra en sí?    
 
Benito Pérez-Galdós. 
            
                           
    El amor puede ser eterno, pero esto no tiene por que ser bueno. Marcos y Ana habían jurado amarse el uno al otro para siempre. Ella sería suya y él sería suyo. Ana veía todo lo positivo en él y trataba de ayudarle a mejorar como persona día a día. Quería estar con él, sabía que lo amaba. Conseguía hacerla reír, tenía algún que otro detalle con ella y, con el simple roce de sus labios, sus problemas se evadían para dar lugar a una sensación sosegada y placentera. Sin embargo, en momentos puntuales sentía que en su relación faltaba algo muy pequeño, pero a la vez importante. No obstante, no le dio importancia, porque seguramente era algo irrelevante. Era feliz en ese pequeño universo que había creado alrededor de su relación. Y era este universo el que hacía que Ana perdonase el egoísmo y la envidia que Marcos manifestaba en algunas ocasiones. Se enfadaba con facilidad, mas eso le daba cierta sensación de protección. Ana consideraba que, aunque todo el mundo tenía algunos defectos, sus virtudes las compensaban y, si se trataban de resolver, dichos defectos podían ser erradicados. Le fascinaban las pequeñas manías y detalles de Marcos. No obstante, él no le daba importancia a los pequeños rasgos que tenía Ana. Decía que la quería, adornada con palabras bellas y piropos, y eso a ella le bastaba.

    El tiempo pasó y la pasión manifestada al principio de su relación había disminuido. Sin embargo, Ana aún creía que había cierto atisbo de esta. Tranquilamente, ella intentaba transmitirle lo que sentía, pero él lo obviaba apoyándose en que tenía mucho trabajo o que estaba cansado para discutir. Esto provocaba que Ana sintiese una fuerte opresión en el pecho. La pasividad de Marcos con el paso de los años se había transformado en irascibilidad. La culpabilidad se cambió por rencor. Y el amor mudó al odio. Al principio, esto se manifestaba de forma puntual, pero acabó yendo a más hasta ser continuo. Marcos ya no permitía a Ana que le hablase. Odiaba su voz. Tampoco dejaba que hablase con sus amigas por miedo a que esto le trajese problemas. Era prácticamente un confinamiento, ya que solo podía hablar de asuntos triviales con personas con las que no tenía  confianza. Por otro lado, Ana no le contaba su situación a ninguna persona por miedo a Marcos y porque no quería preocupar a nadie. Pasaron días, semanas y meses sin hablar y, un día de invierno, Ana se despertó sin boca. Se había caído porque ya no le hacía falta ni la usaba. A Marcos también se le acabaría cayendo, quien ahora era un viejo huraño que ya no hablaba con nadie y que pagaba su frustración con ella. A pesar de que no tenía boca, seguían saliendo a caminar y, cuando los veían, la gente se sorprendía, ya que las personas sin boca no eran muy comunes en el pequeño pueblo en el que vivían. Sin embargo, tampoco le daban mucha importancia.

    Un año después, Marcos prohibió a Ana salir de casa. Ni siquiera podía subir las persianas. Nadie los vería. Al odio irracional que tenía hacia su pareja ahora se unía una obsesión enfermiza de posesión que, aunque ya la tenía, se había acrecentado inmensamente. En oscuridad total, él la abrazaba y ella se dejaba abrazar. Ana ya no tenía alma, había ennegrecido y luego muerto. Cuando Marcos salía a comprar comida, la dejaba sentada en una silla y, cuando regresaba, ella no se había movido un ápice. ¡Qué placentero le resultaba ver cómo ella lo obedecía! Eso era amor de verdad.

    Al poco tiempo, los ojos de Ana cayeron porque ya no los necesitaba. Además, su piel morena había emblanquecido. Marcos también perdió, pero solo un ojo, ya que, al ir a comprar, seguía dándoles un uso. Horrorizado, golpeó a Ana pensando que esta, al haberlos perdido, egoístamente también se los quería quitar a él. Mas ella no sentía los golpes, ya no sentía nada, y si lo hacía, era imposible de percibir. Marcos no podía quitarle el ojo de encima (nunca mejor dicho) a aquella traidora, por lo que cerró la puerta con llave, tirándola posteriormente por el retrete para que nadie que estuviese en esa casa pudiese salir. Al cabo de una semana, Ana había perdido el pelo y la nariz y Marcos igual. Suave y fríamente él comenzó a abrazarla apretando cada vez más y más hasta romperle sus finos huesos. Mientras, Ana con un cuchillo (cuya procedencia nunca se supo) comenzó a apuñalarlo por todo el cuerpo. Mas ninguno de los dos moría, pues ya estaban muertos.

    Un mes después, el casero, al ver que no pagaban el alquiler, fue a mirar qué ocurría en el piso de Ana y Marcos. Cuando entró, no los vio, solo había una masa de carne viscosa con forma de corazón.