sábado, 21 de abril de 2018

FRAGMENTO PERSONAL INSPIRADO EN EL POEMA “ODA A LA SOLEDAD” DE JOSÉ ANGEL VALENTE

DANIEL BARREIRO BLANCO

     Salí de casa esperando encontrar un poco de tranquilidad. Estoy harto de mentir, de decir que todo está bien, cuando ese todo lo único que hace es consumirme por dentro y desembocar en ira, como lo hace el mar cuando se dirige impasible al acantilado para romper en forma de olas de furia, o en soledad, melancolía y llanto, como cuando el mar se dirige a morir en la arena de una isla solitaria de mala muerte.

     La noche era fría y calaba los huesos llegando a la propia alma, y solitaria. ¡Qué solitaria era aquella noche!, y aquel viento… ¡qué viento, qué apacible sonido!, que se deslizaba entre las ramas de los árboles y producía una  “música” tan melancólica, tan hermosa, que recordaba a la mismísima sonata K448 de Mozart, por los efectos que en mí producía. Nunca me hizo falta música cuando salía a pasear. Para mí la música perfecta era el profundo silencio de la noche invernal. Aquello sí que reconfortaba el espíritu…

     Mis amigos me llamaban romántico en tono despectivo; mis profesores me rogaban que me centrase y mi familia se burlaba llamándome adicto a la soledad.  Qué sabrán ellos de mi mundo interior, de quién soy, si ni tan siquiera yo mismo lo sé. Por supuesto que me gusta la gente, estar con toda mi familia en días de fiesta; hablando con mi madre; compartiendo momentos mágicos con mi padre y mi hermano; disfrutando de fugaces momentos de placer y diversión con mis amigos; compartiendo detrás de la cocina de leña con mis abuelos, pero también me gusta estar solo, ¿es tan difícil de entender…?

     No solo me reconforta la soledad, sino que me parece una compañía muy sosegada y tranquila, puesto que la soledad nunca tiene la culpa de nada, la soledad no incita a que una persona cometa actos moralmente incorrectos. Simplemente propicia la contemplación y la reflexión que, de acuerdo a mi filosofía, es lo que verdaderamente acerca sabiduría y nos permite conocer el origen del Universo. ¡Oh Universo! Muchos hablan de ti como algo empírico, demostrable y basado en un método de comprobación. Que sigues reglas, dicen estos. ¡Ignorantes! O pretendéis mentir o no reparáis en las miles de anomalías que quebrantan estas reglas. Otros, por el contrario, lo ven como algo marcado por el misticismo, la magia, el misterio y que se encuentra repleto de sentimiento. No puedo evitar caer en esta última debido a mi afán romántico. Y, finalmente, están los que lo ven todo como una conspiración de los físicos, matemáticos y agencias espaciales, también provocadora, sin duda.
    
     Estando yo en estos pensamientos, me encontraba ya lejos de casa, me senté en una roca cercana a un camino de carros y me di cuenta de que ya me había tranquilizado, ya veía todo con más luz. Lo había vuelto a conseguir, la soledad lo había vuelto a conseguir, había conseguido lavarme. Estaba al lado del lago de la soledad lleno de rabia y melancolía. Había sido entrar en sus aguas y dotarme de alegría, optimismo y eterno misterio. Acababa de cerrar la caja de Pandora La magia de aquella noche del invierno gallego junto a los nuevos sentimientos que afloraban en mi interior hicieron que mi doble astral comenzase a elevarse. Cerré los ojos para sentirlo mejor, todavía se me eriza el vello cuando recuerdo aquella sensación, y noté cómo yo mismo descendía de la mano de aquella noche y de aquella soledad, llegando a oír mis profundos llantos y dichosas carcajadas que manaban de mi alma. Viajé hasta mil planetas desérticos, florecientes de vida, surrealistas; viajé al reino de la lluvia de Álvaro Cunqueiro y me reencontré con el doble astral de un viejo amigo. Cuántos lugares, aún así, me habrían faltado por contemplar, cuántos planetas, cuántos Universos literarios, cuántos planos astrales,… Sin embargo sé, con infundada certeza, que el punto de retorno será siempre mi amada Galicia.

     Me desperté al día siguiente tirado en la hierba, mientras el rocío me cortaba las mejillas, mi mano izquierda posaba sobre una elevación del terreno, la derecha se me había quedado dormida. Miré en derredor y, en el mismo instante en que levanté la vista al cielo me cayó una gota en el ojo, no venía sola y, como era de esperar, comenzó a llover con intensidad. Me refugié debajo de unos árboles y observé la lluvia. Qué hermosa escena, qué amor más profundo y verdadero sentí en ese momento hacia la Naturaleza, que llevaba desde la noche anterior regalándome un pedazo de ella, y yo, no pudiendo corresponderla de otra forma, me arrodillé intentando mostrarle mi eterna devoción y así estuve un buen rato. Mientras ese amor me quebraba los huesos por su frialdad, por el frío de aquella mañana de helada gallega, salió el Sol, dios adverso y amarillo, y yo seguía allí devoto a la Tierra, como un monje a su Dios. Fui juzgado por ella desde el banquillo de la infidelidad y las irreverencias, sentí un gozo supremo y supe, desde ese instante, que la soledad de la Naturaleza lo era TODO.